De Cóndores a Pingüínos
Autora: Mónica Rodríguez del Rey

El ardiente sol de marzo cae despiadado en el mediodía riojano.

Patay, llamado así por su parecido con el indiecito de la leyenda que descubre en las vainas del algarrobo el alimento para que su pueblo no muera de hambre, camina lento por el arenoso sendero.

A diario recorre el trayecto que une la escuela en Anjullón, uno de los pocos pueblos que conserva el primitivo nombre impuesto por comunidades indígenas, con el pie de la sierra donde vive.

Sus padres, Damasia y Bernabé, analfabetos, insisten en que debe terminar su instrucción primaria.

El concurre con entusiasmo siempre, aunque el regreso de hoy es diferente; la señorita Carmen les ha hablado de la Antártida.

Al chico le cuesta imaginar un viento helado, cuando el Zonda le despide bocanadas cálidas a su rostro, las interminables noches y los días sin sol, las temperaturas, muchos grados bajo cero frente a este calor abrasador, o la sensación de hundir sus pies descalzos en la nieve justo en este momento en que debe atravesar el cauce seco del río viendo la tierra agrietada y sedienta.

¿Cómo será volar miles de kilómetros sobre el mar helado si él nunca salió de su poblado?

Está ansioso por llegar al rancho y contar lo que aprendió. Seguramente su madre, sentada bajo el algarrobo frente a un rústico telar, estará tejiendo ponchos, fajas o tapices que venderá al costado del camino que va hacia San Pedro y Los Molinos.

Lo transitan lugareños y turistas tanto por ser el paso obligado uniendo pueblos como por la belleza del paisaje, las antiguas capillas y la espléndida vista del Valle de Arauco.

El padre ha dejado a Patay, el menor de sus seis hijos, a cargo del hogar y de las cabras hasta su regreso.

Es época de cosecha de aceitunas y Bernabé es jornalero en los olivares de Aimogasta.

Hasta abril o mayo andará trepado con un canasto doce o catorce horas por día para una paga miserable. Pero no importa, el hijo tendrá otro destino que el de sus hermanos que andan dispersos por las provincias con trabajo "golondrina".

A veces han soñado con su mujer que Patay llegará a tener un título importante. Uno y la otra en sus fatigosas tareas, toman un respiro y piensan en el doctor Patay. No, no, Patay es su sobrenombre, sería el doctor, el comerciante, el policía, el intendente o, simplemente, el señor Julio Antonio Aballay.

La piel cobriza del muchachito resplandece cuando divisa su rancho tras unas lomadas.

Damasia teje y no interrumpe su labor ante la llegada del hijo. El brasero con la olla bajo el alero de paja, indica que ya es hora del almuerzo.

Patay no cesa de hablar. Ha quedado impactado con ese mundo desconocido descripto por la señorita Carmen.

Pero si hay algo que despertó su curiosidad, fueron los pingüinos que viven en ese lugar inhóspito.

No conoce otros animales que los domésticos o algunas víboras encontradas entre la vegetación. Ha visto de lejos al majestuoso cóndor con sus alas desplegadas y, aunque la maestra mostró láminas de las pingüineras, le hubiese gustado tener a un ejemplar a su lado.

La madre lo escucha sin entender. Sólo tiene una vaga idea de la fisonomía de esos animales por una jarra con esa forma regalada a su padre por el patrón y que guardaba el vino patero que servían por el pico los días domingos.

Las comparaciones entre los "Centinelas de los Andes" y los "Elegantes de la Antártida" parecían no darle el triunfo a ninguna de las dos especies, aunque sus nombres bien podrían corresponder a gloriosos cuadros de fútbol.

Unos han visto cruzar la cordillera al ejército libertador, los otros romper los hielos y cuidar la soberanía.

¿Para qué tienen alas los pingüinos si no vuelan? ¿Son más felices viviendo en comunidad que haciendo nidos solitarios?

Pero si la señorita Carmen, que ha enseñado por más de cuarenta años lo dice, así debe ser, nomás.

Patay se ha levantado para juntar leña. Amontona troncos y ramas sobre su espalda y camina lentamente hacia el rancho hasta que el peso lo vence y cae toda su carga.

En vez de enojarse por el traspié, estalla en una carcajada que contagia a su madre.

Entre los leños desparramados, hay uno de quebracho que parece haber sido cortado a medida.

El chico corre al interior del rancho y regresa con un cuchillo que le regaló su hermano Abel cuando volvió de la zafra.

Patay, sentado en el suelo con las piernas en cruz, comienza a tallar la figura de un pingüino.

Recuerda todos los detalles de la especie mencionados por la señorita Carmen y apura su labor como para retener la grácil imagen observada.

Comienza a anochecer y el chico exhibe su trabajo terminado cual si se tratara de un trofeo largamente esperado. Su mamá queda maravillada. Entre los dos y los ladridos de los perros, encierran las cabras y se aprestan a comer.

A la luz de la lámpara, Patay observa una y otra vez la obra realizada. Se siente feliz y esa sensación lo lleva a decidir que, al día siguiente, irá a la escuela con el pingüino hábilmente logrado.

El día, ese que permanecerá imborrable por la experiencia vivida, ha concluido. La noche silenciosa y larga permite que el chico sueñe con un cóndor que atraviesa la ventana del rancho y le arrebata al pingüino.

Este cobra vida y, aferrándose al pescuezo del ave, le susurra al oído que lo lleve hasta las tierras australes donde vive.

Levantan vuelo no sin antes apretujar entre las garras a Patay, que por fin podrá elevarse y mirar desde arriba sierras, pampas, ríos, ciudades y el mar hasta llegar a la Antártida.

Allí se confundirán, las aguas con hielos y las tierras heladas cual si una gran alfombra blanca hubiera descendido de los cielos...

Camino a la escuela con su amigo bajo el brazo, Patay trata de imaginar la sorpresa de su maestra al comprobar en la sencilla talla, el efecto causado por sus enseñanzas del día anterior.

Lo que escapó al chico es pensar que al obsequiarle el pingüino a la Señorita Carmen y escribir una sencilla carta acompañando al animal de quebracho, es que ella lo mandaría por encomienda a Buenos Aires.

Ahora, el cóndor sigue vigilando en las alturas, el pingüino se exhibe en el Museo Antártico de la Fundación Marambio y Patay no se cansa de mirar colgado en la pared desnuda de su rancho, el cuadro en el Presidente de esa Fundación, le agradece con honores a Julio Antonio Aballay, su valioso aporte.

NOTA DE LA FUNDACIÓN

El final de este cuento se asemeja a la realidad, hace unos años el Suboficial Mayor (R) Expedicionario al Desierto Blanco, Nicolás Mario D'ANUNZIO, muy amigo del Presidente de esta Fundación, junto con su esposa le trajeron un regalo de su tierra, del norte de nuestro país.

Era un pingüino tallado con una rama de algarrobo de malformación por plaga, llamada Coto.

Esta obra había sido realizada por Víctor O. Díaz, un niño de diez años de edad, domiciliado en la localidad de Rincón, Departamento de Pomán, Provincia de Catamarca, donde no existen los pingüinos.

Su maestra, la docente María Vega de Toledo, quien había recibido material educativo de difusión Antártica de la Fundación Marambio, les enseñó a sus alumnos los misterios e historias del Continente Antártico, como así también amar a nuestra Pampa Blanca.

Víctor volcó su amor en esa obra, lo que muestra una vez más:

"Que se quiere lo que se conoce"

Por eso, tenemos que saber más sobre nuestra Antártida

"Porque no se defiende lo que no se ama … y no se ama lo que no se conoce"

Cuento que integra la colección de narraciones sobre la Antártida dedicadas a los niños, escritas especialmente por la autora para la Fundación Marambio.
Estos cuentos son:

 

Fundación Marambio - www.marambio.aq - Tel. +54(11)4766-3086 4763-2649