La tierra desconocida
(Leyenda)

Autora: Mónica Rodríguez del Rey

En los tiempos de la Creación, hace millones de años, la Tierra mostraba un aspecto diferente de lo que se conoce actualmente.

Las grandes masas de aguas y de tierras se desplazaron hasta quedar conformando lo que hoy son los continentes.

Los animales y vegetales de grandes dimensiones representaban la parte viviente y, con la aparición del hombre, se completó.

Pero también la supervivencia originó encarnizadas luchas de fieras entre sí, con el hombre y entre ellos. Cada uno, a su manera, defendía su territorio.

Cuentan que en la región de Enea, hoy inexistente, las tribus se caracterizaban por su espíritu guerrero.

Constantemente se enfrentaban con la finalidad de extender sus dominios y, para lograrlo, contaban con garrotes, piedras y pieles de animales con qué pelear, entrenando desde niños a sus poblaciones masculinas.

Antar era uno de los jóvenes que se diferenciaba de los demás. Era muy alto, con un cuerpo perfectamente formado, largos cabellos y con una ligereza increíble.

Corría largas distancias sin fatigarse, se balanceaba entre las ramas de los árboles como un trapecista y amaba a los animales, aún aquellos temidos por su ferocidad y jamás necesitó defenderse de un ataque.

Era conocido y querido en todas las comarcas y su buen humor le sumaba amigos de manera continua.

Una tarde al regresar de una de sus habituales recorridas, se encontró con la novedad que habían decidido enfrentar a los húnaros para expandir sus territorios.

Todos los jóvenes fueron convocados para la guerra. Antar se negó a ir. Conocía a ese pueblo, había atravesado sus comarcas donde lo trataron bien y no quería matar a nadie.

De inmediato se reunió un Consejo formado por ancianos y guerreros destacados y decidió someterlo a juicio. El muchacho se presentó y, ante el severo tribunal, explicó su actitud:

- No pienso luchar contra los húnaros.

- ¿Por qué?-preguntó Zanot, uno de los principales jefes.

- Porque ese pueblo es amigo.

- Para un eneo no pueden existir amigos que no sean de su misma región-insistió Zanot.

- He atravesado sus tierras y siempre fui recibido con hospitalidad. Me dieron agua fresca, me acompañaron en mi descanso, agitaron alegremente su mano despidiéndome al reiniciar mi corrida...

- Quiere decir que, además de cobarde por temer a la guerra, eres traidor prefiriéndolos a ellos-intervino Trevian un anciano respetado por su sabiduría.

- No se equivoquen. Negarme a luchar no significa cobardía. Es más difícil mantenerse en paz que vivir entrenándose a diario para la guerra.

- Pero nuestro pueblo necesita ganar tierras!-argumentó Inos, otro guerrero.

- Es posible sin agredir a otros. En mis travesías he visto, valles, montañas, ríos y he llegado hasta el mar. Hay suficiente para todos-concluyó el joven.

El Tribunal deliberó por lo bajo y le dijeron que, a la caída del sol, conocería el veredicto.

Ese día Antar no salió a correr. Permaneció con su familia en su cueva y, por primera vez, lo vieron nervioso y triste. Silenciosos lo acompañaron a la hora indicada a escuchar la sentencia.

Sin manifestárselo, sus seres queridos presentían que el castigo sería inevitable. Y no se equivocaron. Subido sobre una gran piedra, Meliot, el más antiguo del consejo, dijo ante una multitud reunida alrededor de Antar, que se lo condenaba por cobardía y traición a su pueblo.

La pena consistía en expulsarlo de Enea arrojándolo al mar pero que, para que el sufrimiento fuera aún mayor, lo haría sobre una balsa, que él mismo debía construirse, llevando sólo agua terminando así su vida solo y a la deriva.

Al día siguiente, comenzó a cumplir con el castigo impuesto. Subió a un árbol, cortó las ramas más parejas y, en el suelo, fue armando la pequeña embarcación para el destierro, entre las súplicas del padre a los ancianos para que fuera absuelto y el llanto de la madre por la pérdida de su hijo.

Antes del anochecer, Antar concluyó la balsa. En silenciosa marcha, acompañaron al condenado durante tres días hasta la orilla del mar.

Colocaron en la embarcación una vasija con agua, algunos frutos silvestres y un cuero como único abrigo e, introduciéndolo en el agua, lo empujaron hasta que la corriente lo hizo desaparecer en el horizonte.

La sucesión de noches y días a la deriva, hizo que perdiera la noción del tiempo. Pronto el alimento y el agua escasearon. En su soledad, rodeado por agua y soportando tormentas en su frágil embarcación, presintió que nada quedaba por esperar y el fin de su vida estaba próximo.

Tendido, se adormeció y sólo despertaba cuando el ardiente sol castigaba su cuerpo o la noche lo hacía temblar de frío.

Sopló durante varios días un viento que sacudía la balsa como a un papel y, por el oleaje, perdió el cuero que llevaba para cubrirse. Ya no recordaba más.

Antar permaneció inconsciente tendido hasta que, al abrir los ojos, se dio cuenta que estaba en tierra firme.

Como Gulliver al arribar a Liliput, se asombró de hallarse rodeado de seres desconocidos que lo observaban con curiosidad.

Tiritaba de frío y por su debilidad, no podía incorporarse para intentar reconocer a qué lugar había llegado. Meneó varias veces la cabeza y estiró una mano en busca de ayuda. Tocó un cuerpo resbaladizo que, a su vez, aprisionó su mano entre palmetas.

Escuchó que murmuraban cosas que no entendió. El mismo animal que le tendía su mano, puso en su boca un trozo de hielo que tomó del suelo. Los labios resecos de Antar se humedecieron al tiempo que la sensación de sed desaparecía.

Unos minutos después, otra especie de alas negras y pecho blanco, que caminaba erguido con suaves movimientos, se le acercó y ofreció unas ramitas verdes insinuándole que comiera. El joven las masticó con rapidez pues sentía hambre.

Entusiasmados con su actitud, dos aves levantaron vuelo y regresaron, casi de inmediato, trayendo pequeños peces en sus picos, los que depositaron también en su boca para que los comiera.

Luego de tantos días de flotar en su balsa sin rumbo, el hielo derretido en su lengua y los alimentos que tragó apenas masticados, le parecieron manjares dignos de un rey.

Un poco más repuesto, acarició en señal de agradecimiento a esos animales que lo rodeaban y le habían dado muestras de querer ayudarlo en su desolación.

Si bien en un principio el joven temió por su vida pensando en que era una presa fácil para esos animales, no tenía alternativa.

Se hallaba totalmente indefenso y, ante la actitud de esas raras especies que variaban entre la curiosidad y la novedad de contar con alguien diferente a ellos, se mostró amigable y la respuesta fue inmediata y recíproca.

Apenas pudo incorporarse, comenzó a caminar para conocer el sitio en donde permanecería por muchísimo tiempo. De a poco fueron sumándose a su marcha los dueños de esa tierra desconocida. Al principio mantuvieron cierta distancia, pero a medida que Antar avanzaba en su travesía, se arrimaron a él caminando detrás o revoloteando desde el aire.

Por primera vez, desde aquel juicio terrible llevado a cabo en su región de origen, se sintió acompañado y continuó su camino en busca de algo con qué cobijarse.

No existían árboles ni montañas como tampoco algún indicio de seres humanos. Sólo halló animales muertos junto al mar. Les quitó los cueros ante el temor que sus "acompañantes" se molestaran por apropiarme de lo que habían sido parte de la fauna del inhóspito lugar. Les quitó los cueros. Con uno cubrió su cuerpo y con otros armó con pocas piedras y algunas tablas halladas de la destrozada balsa con que arribó, una frágil vivienda. Dentro de ella, se acostó y quedó profundamente dormido.

Al despertar, su sorpresa fue muy grande al ver que, los mismos animales que lo siguieron, habían permanecido a su alrededor como cuidando su sueño. Allí comenzó una entrañable relación entre el hombre y esas raras criaturas.

Antar sabía con certeza que sería imposible regresar a su tierra, otros de su especie eran inexistentes en ese lugar al que los vientos y el mar lo condujeron.

Pensó que, ante la falta de otros seres vivientes, la necesidad de llevarse bien con ellos debía ser inmediata. No fue un sacrificio lograrlo. Allá, en Enea, se entendía mejor con los animales que con los hombres. Y, en esta tierra desconocida, sucedió lo mismo.

Para no sentirse solo, conversaba con sus compañeros de hábitat, se divertía con los palmoteos y hasta llegó a imitar a las aves adornándose con plumas, hechos que eran festejados por sus amigos.

Aprendió a reconocer en el mar alimentos, pequeños peces, crustáceos y algas que compartía con ellos.

Con el tiempo comprendió que, gracias a ese castigo al que consideró injusto, había podido llegar a esa tierra de paz y pureza.

El tiempo transcurría y, ante la falta de la sucesión de días y noches que ocuparan veinticuatro horas, aprendió que la claridad permanecía un largo período y luego la oscuridad también se prolongaba de manera similar.

En soledad hubiese resultado imposible soportar, pero él se sentía acompañado por esos seres que lo seguían o permanecían como centinelas en sus momentos de descanso.

Muchos no eran aquellos a quienes vio por primera vez cuando la frágil balsa que lo conducía hacia la nada se destruyó junto a la costa helada.

Notó, por ejemplo, que el pelo de los lobos marinos se aclaraba a medida que envejecían.

Un pingüino o una foca (que de ellos se trataba, aunque Antar desconociera los nombres de las especies) pueden vivir alrededor treinta años.

Los transcurridos habían sobrepasado esa cifra, pero ellos habían enseñado a sus crías y a las crías de sus crías que ese ser diferente a ellos, que no tenía pico, plumas o alas, que sólo pocos pelos cubrían parte de su cuerpo, que hablaba un lenguaje distinto pero al que habían conseguido entender, era un amigo incapaz de hacerles daño.

El desterrado de Enea fue envejeciendo. Sus cabellos y su barba se tiñeron de un blanco tan inmaculado como la nieve. Al caminar, ya lo hacía lentamente y luego de permanecer sentado a la orilla del mar, debía esforzarse para tomar nuevamente la posición erguida. Notaba que, al desplazarse, veía más cerca el suelo.

Se estaba encorvando hasta que un día muy claro, cayó sin poderse levantar más. Inútil fue que sus inseparables compañeros intentaran moverlo con sus palmetas o reanimarlo con los picos.

Petreles, albatros y gaviotas se arremolinaron junto al hombre agitando fuertemente las alas.

Antar no fingió estar dormido para sorprenderlos con un brinco o entreverarse con torpes movimientos en lucha con una foca distraída para divertirlos.

Esto no era un juego, Antar había muerto. Una multitud rodeó al hombre mirándose entre sí consternados.

Hasta los elefantes marinos emergieron sus enormes cabezas de las aguas para observar el cuadro.

Un viento níveo sopló cubriéndolos en tanto permanecían inmóviles contemplando como el cadáver del amigo desaparecía bajo la capa de nieve acumulada.

Tuvieron que pasar muchísimos años hasta la llegada de un barco noruego a fines del siglo XIX. Los tripulantes descendieron en pequeños botes sorteando los hielos hasta pisar el helado territorio.

Munidos de herramientas para explorar notaron que, un grupo de animales, rodeaba un montículo de nieve junto a una piedra, en tanto los otros por delante formaban una barrera que les impedía el paso.

Igor, uno de los hombres, intentó sobrepasarla y un albatros se abalanzó sobre él en actitud amenazante. Una multitud de aves imitó al primero con vuelos rasantes.

La única manera de avanzar era abrir fuego contra todas esas especies que, inexplicablemente, negaban la presencia de exploradores allí.

El capitán de la expedición ordenó regresar a la nave y proseguir el viaje desembarcando en otro lugar.

Debían aprovechar el estío para recorrer la zona antes que los hielos del mar les tendieran una trampa difícil de sortear. Obedecieron la orden aunque el misterio de aquella actitud de los animales se transformó en el tema de conversación en los meses que duró el viaje.

Tres años después, la misma nave en busca del Polo Sur, avistó las costas junto al Mar de Weddell.

A pesar del tiempo transcurrido, el recuerdo del firme rechazo vivido seguía presente. Para no repetir la frustrada experiencia, llevaron en los botes que los acercaban a la costa, pequeños peces y crustáceos recogidos especialmente y los arrojaron apenas desembarcaron para distraer la atención de quienes les habían franqueado el paso.

Se dirigieron directamente al sitio señalado en improvisados mapas y comenzaron a excavar. Pocos minutos más tarde, enmudecieron.

El cuerpo de un hombre de larguísima barba blanca, cubierto con un cuero de foca y un rostro sereno, casi sonriente, se mostró ante ellos. ¿Cómo había llegado hasta allí? No había vestigios de civilización alguna.

Igor, el encargado de documentar cuanto se encontraba en la exploración, dibujó los rasgos de Antar y reprodujo con exactitud un tatuaje en el brazo izquierdo y un corte circular en el lóbulo de la oreja que no parecía ser producto de algún accidente sino que sería hecho de manera intencional y guardaba un significado.

Pronto tuvieron que finalizar con la observación pues los animales, una vez acabada la comida en la orilla, se encaminaron hacia el lugar en donde yacía Antar.

Finalizada la expedición, luego de haber recorrido gran parte de la Península Antártica, regresaron a Europa.

La recolección de la flora, junto a restos de animales, piedras y documentos, fueron observados por científicos de varios países.

Pero la azarosa travesía, además de significar un éxito en materia científica, había marcado a los intrépidos navegantes; el recuerdo del macabro hallazgo rondaba sus mentes de manera lacerante.

Decidieron consultar a un estudioso alemán, quien de inmediato, se abocó a la tarea de descifrar la inscripción que el hombre yacente bajo la nieve llevaba en su brazo e intentar una explicación a ese corte que intuyó, sería la identificación de algún pueblo de la antigüedad.

Luego de pacientes investigaciones, el sabio logró encontrar similitud entre las extrañas marcas con los símbolos descubiertos por arqueólogos en la desaparecida región de Enea.

Su riquísimo arte rupestre daba cuentas inequívocas de la la leyenda del joven desterrado y de quien nunca más se supo.

No había dudas; aquel y el encontrado en los hielos eran la misma persona: Antar.

-Esa es la tierra de Antar!- exclamó Igor aliviado por el misterio develado.

Y así es, nomás.

Antártida es tierra blanca, amigable y pura como el primer hombre que arribó a ella.

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