El Paraíso, con fondo de glaciar

ANÉCDOTA

Enero de 1989, Ushuaia. Salgo del único bar que no parece para turistas, en la parte alta de la ciudad; quería estar con lugareños... Con el gargüero todavía caliente por la grapa Valleviejo miro el puerto allá abajo, donde resalta el naranja del Bravo Uno (B1) Transporte Polar ARA Bahía Paraíso.

Construido en 1980 en Dock Sud, puerto de Buenos Aires, con más de ciento treinta metros de eslora y veinte de manga, un helipuerto y hangar para dos helicópteros Augusta a popa. Preparado para navegar entre los hielos polares, participó en la Guerra de Malvinas tomando Gritviken en la Isla San Pedro de las Georgias del Sur, y luego, ya como buque hospital colaboró con el rescate de los náufragos del Crucero Belgrano. No es un rompehielos, solo tiene el casco reforzado.

Dos días después ya estoy a bordo del Paraíso, cruzando el inusualmente calmo estrecho de Drake con rumbo a la Península Antártica. El Paraíso es un viaje de ida, era la broma que, premonitoria, corría entre los investigadores científicos de la Dirección Nacional del Antártico. También había turistas que pagaban muy bien por sus cómodos camarotes. Los investigadores no, a las dos cosas: Yo duermo con un colega en la sala de los cabrestantes de proa, por lo que todo arribo nos despierta con estruendo de motores eléctricos y cadenas.

El destino es la base Jubany (hoy Carlini) en la isla 25 de mayo. Antes tocaremos Gurruchaga, Almirante Brown, Tte. Cámara, Primavera, Decepción, la norteamericana Palmer, Esperanza… Un gran paseo. Hay un inesperado sauna a bordo, que restaura de corridas y preparativos, el viaje en el Hércules C-130 hasta Ushuaia y el transporte de los equipos de electrofisiología. Cada tanto se goza de la visión panorámica que ofrece el puente de mando, el lugar más alto del barco.

Si el tiempo es bueno se puede estar en la cubierta, donde los turistas observan intrigados la cebada de mate.

Algunos turistas intentan hacer en la cubierta un muñeco con los restos de nieve de la noche, pero la expresión seria del personal los disuade inmediatamente: es de mala suerte."Los de la DNA" ya lo sabemos, y nos divertimos de otra forma, yendo bien a proa donde se puede ver como el barco se abre camino ya entre hielos.

En esos momentos en la proa, dejé atrás dos ideas sobre la Antártida: que es blanca y silenciosa. Se escuchan, lejos del ruido de los Diesel Sulzer que impulsan al barco, todo tipo de graznidos, rugidos y cantos de animales invisibles.

Y los bloques de hielo flotantes, de acuerdo a como les da el sol, ostentan una variada paleta de pasteles: turquesa, celeste, aguamarina, rosa, verde agua… Los marinos temen y evitan por su gran dureza a algunos pequeños, del tamaño de un auto e intenso azul traslúcido. Los llaman gruñones.

El viaje deparó momentos inolvidables. Ballenas en una bahía, vistas desde la cima de un cerro en Almirante Brown, como quien ve vacas u ovejas allá abajo.

La tensión en el puente de mando al atravesar los Fuelles de Neptuno, el estrecho acceso de quinientos metros a Decepción, con una peligrosa roca a flor de agua en su mitad.

La costa negra y caliente de la isla en forma de anillo, cima de un volcán activo con fumarolas y surgentes de agua a 70º.

Bandadas de blanquinegros petreles damero volando al ras del agua a pocos metros del casco del barco.

El parto de un elefante marino sobre un témpano.

El sol del atardecer en un eterno crepúsculo que no terminaba de cambiar su gama de rojos a los azules.

Una manifestación en la costa, llegando a Palmer: miles de pingüinos que desde el barco parecen hormigas, y más cerca, personas.

Una rara montaña, que puede tener tres picos, depende de donde se la mire, es el Cerro Tres Hermanas, al lado de la Base Jubany, el destino.

Con un corto vuelo, el helicóptero nos deja en la base, en la orilla de la caleta Potter, con una bolsa de dormir para cada uno, gentileza del comandante, para sortear cierta imprevisión respecto de las plazas disponibles.

La partida del barco deja una sensación de desamparo: se acabó la comodidad de la navegación.

Recibe el jefe de base, un médico quien muestra a los recién llegados el laboratorio, la cantina, los galpones y el lugar provisorio para dormir. La cena es con luz de día que ilumina al glaciar Buenos Aires, en la otra orilla de la caleta.

Luego del café, salimos a conocer. Se camina por el hielo, fotografía, se arrojan bolas de nieve, y admiran las raras formas de los bloques de hielo que la marea deja en la costa.

Luego se aprendería que ese hielo produce en el vaso de whisky un sonido muy especial debido a sus burbujas de aire, aire fósil por otra parte, razón por la cual, un bloque nunca faltaba en la puerta...

Cortamos carámbanos que colgaban de las rocas en la costa, trepamos y bajamos por pendientes de hielo. Y nos quedamos mirando el sol rojo del crepúsculo. Y comenzamos a bostezar, con gran cansancio. Sin entender, miramos los relojes: 02:30 AM.

Otra idea que traía se desvaneció: el suelo no es hielo sobre tierra, sino rocas, rocas partidas de distintos tamaños por las diferencias de temperatura. Sin embargo, si miro hacia el horizonte me parece ver una verde pradera como si estuviese en Bariloche.

Son líquenes, la única vida casi vegetal que hay en tierra, es decir las rocas. Casi, porque los líquenes son una simbiosis de algas con hongos. Las algas proporcionan la fotosíntesis, los hongos el medio acuoso, pero la unión es íntima, son indistinguibles. Los hay de todos los colores, negros como el carbón, plateados, pero predominan los verdes.

Durante el tiempo libre hago largas caminatas por la costa. Una vez me topé con el blanquísimo esqueleto intacto de una ballena desplegado en una playa. Otra vez con una foca leopardo, con la que mantuve una interesante conversación a prudente distancia.

Alguna vez di la vuelta al cerro Tres Hermanas, peligrosamente solo, en una época sin medios de comunicación. Pero al acercarme a una de sus paredes, confirmé su origen volcánico. De cerca se notaban las columnas de corte pentagonal típicas del basalto; esa montaña era lava enfriada dentro de un volcán que ya no existía. Con algunos escalé sus trescientos metros solo para apropiarme del fantástico observatorio de su cima. Y también trabajé…

El objetivo era estudiar la actividad bioeléctrica cerebral de aves antárticas, en este caso petreles antárticos (Macronectes giganteus) Algo así como hacerles un electroencefalograma. Estos, al acercarse alguien a sus nidos en las alturas rocosas, hacen vuelos rasantes con sus más de dos metros de envergadura susurrando un mensaje nada amistoso. Y los pichones se defienden de los intrusos vomitando a distancia el pescado predigerido de sus buches.

Es así que prudentemente se decidió cambiar el sujeto de investigación por las tres especies de pingüinos presentes en el lugar: De barbijo, Adelia y Papúa: Pygoscelis antarctica, P. adeliæ y P. papua, bichos que miden alrededor de setenta u ochenta centímetros de alto, y son un poco más amistosos.

Para capturarlos, si bien no son muy ágiles en tierra, corren y hay que taclearlos. Una vez en las manos, hay que protegerse de las alas, no del pico, que es lo que generalmente se cree. Las alas están modificadas como aletas natatorias y son duras como una tablita de cortar pan. Esa es su arma, así que hay que imaginar un golpe seco de ellas sobre los dedos entumecidos por el frío…

Los pingüinos, un tema aparte. En las pingüineras, hasta donde llegaba la vista, al horizonte, a los trescientos sesenta grados había pingüinos, miles y miles de ellos haciendo sus vidas. La analogía humana era inevitable.

El trabajo culminó, y también el registro de electroencefalogramas del personal de la base para compararlo con el recién llegado. Y así estudiar el efecto del fotoperíodo antártico veraniego y el aislamiento, sobre las personas.

En eso se recibió con alegría la visita del Paraíso. Al volver a bordo, compré un whisky en la cantina y charlé con tripulantes de los que ya me había hecho amigo.

A la vuelta, luchando con el viento puse mi Miranda Reflex en un trípode y le tomé una foto, fondeado en la caleta Potter, con fondo de glaciar iluminado por el eterno crepúsculo de la noche antártica.

Tres días más tarde, una noticia helaba el corazón: el Bahía Paraíso, donde pasamos más de diez días navegando, la conexión con el hogar, había naufragado frente a la base Palmer.

Pedían liberar un galpón para alojar a los náufragos.

El 28 de enero de 2019 se cumplieron treinta años de su naufragio, y ese día volví a sentirme un poco náufrago, otra vez.

Licenciado Guillermo Enrique HAUT

LICENCIADO EN CIENCIAS BIOLÓGICAS Ciencias Exactas y Naturales, Universidad de Buenos Aires 10/12/1984

PROFESOR DE ENSEÑANZA MEDIA Y SUPERIOR Filosofía y Letras, Universidad de Buenos Aires 29/8/1994

Se desempeñó en la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales, Departamento de Ciencias Biológicas entre 1985 y 1998: Investigación y docencia en Fisiología Animal Comparada. Investigador Científico del Inst. Antártico Argentino (Campañas 88/89 – 90/91).

Publicó trabajos en colaboración sobre Sedación y anestesia en dos especies de pingüinos antárticos ("Contribución del Instituto Antártico Argentino" nº 527, 2001) y Estudio de la actividad bioeléctrica cerebral en dos especies de pingüinos antárticos: Pygoscelis adeliæ y P. antarctica ("Contribución del Instituto Antártico Argentino" nº 461, 1996).

Tiene trabajos publicados en eco fisiología de cangrejos decápodos, aprendizaje espacial en mamíferos marsupiales y placentarios, y percepción visual de profundidad en la zarigüeya.

Docente 1998/2001 (CEFIEC - Centro de Formación e Investigación en Enseñanza de las Ciencias. FCEyN UBA.

Actualmente es profesor de Ciencias Naturales en EES2, Marcos Sastre, de Tigre.

Fue Director de Museos en Agencia de Cultura, Municipio de Tigre. 2012/2017. Gestión Cultural.

Es escritor, su página web: https://willyhaut.wixsite.com/cuentotigre

Fundación Marambio - www.marambio.aq - Tel. +54(11)4766-3086 4763-2649